domingo, 29 de junio de 2014

UNA DAMA EXTRAVIADA


    “Una dama extraviada”. Willa Cather. Alba Editorial. 2012. 208 páginas.

Willa Cather (Virginia, 1873 – Nueva York, 1947) es una destacada escritora estadounidense de la primera mitad del siglo XX.  Autora de un buen número de novelas -entre las que sobresale “Mi Antonia” (1918) y “Uno de los nuestros”, ganadora del Premio Pulitzer en 1923-, buena parte de su obra ha sido publicada en nuestro país por la impecable editorial Alba. “Una dama extraviada”, que vio la luz en Estados Unidos en 1923, es su más reciente publicación. Aunque, posteriormente, la Editorial Impedimenta haya traducido por primera vez al español “Sapphira y la joven esclava”, la última novela publicada en vida por la autora norteamericana.

Willa Cather pasó parte de su infancia y adolescencia en el oeste, donde se impregnó de las aventuras y formas de vida de los duros y emprendedores pioneros que colonizaron y comenzaron a modernizar aquellas lejanas tierras. Un mundo que la rápida industrialización del país dejó muy pronto atrás y que siempre fue añorado por la novelista nacida en Virginia pero criada en Nebraska, en un rancho al que habían emigrado sus padres desde el este. Willa Cather vio morir aquel mundo originario y salvaje que, en un proceso repetido en otros muchos lugares, fue sustituido rápidamente por la codicia, la vulgaridad y la baja catadura moral de los nuevos ricos. Ese es también el eje temático en torno al cual gira  “Una dama extraviada”.

La novela transcurre en un lugar llamado Sweet Water, donde se ha retirado el viejo capitán Forrester y su bella y elegante esposa Marian. Una dama admirada por todos y especialmente por el joven Niel, sobrino del juez Pommeroy, un muchacho dotado de gran sensibilidad, amor a la lectura y sentido moral, un personaje íntegro que contrasta con la vulgaridad y pocos escrúpulos de otros jóvenes de su edad, solo preocupados por el dinero y los placeres inmediatos. Sin embargo, y por motivos que no voy a contar en esta reseña para no adelantar acontecimientos al posible lector del libro, el pedestal en el que Niel ha colocado a la idealizada señora Forrester caerá hecho pedazos, provocando en el joven una fuerte decepción que le sirve de aprendizaje e iniciación en la vida adulta. Niel siente que no solo era un escrúpulo moral lo que la señora Forrester había profanado, sino también un verdadero ideal estético.

“Una dama extraviada” es una espléndida novela sobre los vaivenes y los cambios de la vida, la fuerza de algunos sentimientos, el cotilleo maligno y destructor de algunos lugares pequeños, el inevitable poder de los desaprensivos y los interesados que buscan conseguir sus fines a cualquier precio. También sobre los peligros de la idealización que conduce con frecuencia a decepciones frustrantes que enseñan la verdadera faz de la vida. Y, además, sobre la añoranza del pasado y los mundos que se acaban y fueron supuestamente mejores.

Influida por la literatura de Henry James, la narrativa de Willa Cather tiene mucho en común con su coetáneo Sherwood Anderson, de quien reseñamos la semana pasada “La chica de Nueva Inglaterra”, o con la escritora Edith Wharton, a cuya novela “La solterona” también nos referimos no hace mucho en esta página. Desde luego, Willa Cather es un rico filón narrativo del que afortunadamente muchas de sus obras han sido editadas en los últimos años en nuestro país.

Carlos Bravo Suárez

domingo, 22 de junio de 2014

LA CHICA DE NUEVA INGLATERRA Y OTROS RELATOS


La chica de Nueva Inglaterra.  Sherwood Anderson. Nórdica Libros. 2014. 232 páginas.

Sherwood Anderson (Ohio, EE. UU., 1876 – Panamá, 1941) es un escritor norteamericano poco conocido en nuestro país. No así en Estados Unidos, donde se considera una figura muy influyente en la literatura posterior y en autores como  Hemingway o Faulkner. Su obra más conocida es Winesburg, Ohio, una novela publicada en 1919 y estructurada como una colección de veintidós relatos que tienen como nexo común a un joven reportero local de una pequeña localidad estadounidense. A través de su mirada, conocemos la vida cotidiana y casi siempre gris de un buen número de habitantes del pueblo, en un relato lleno de realismo poético y de una fina y aguda observación, que logra traspasar lo superficial para adentrarse en los problemas interiores de los personajes.

En esta misma línea está La chica de Nueva Inglaterra, publicada recientemente en España por Nórdica Libros. Se trata de una colección de trece relatos extraídos del libro El triunfo del huevo, editado en Estados Unidos en 1921 y considerada como la segunda gran obra de la carrera literaria de Anderson. Son narraciones breves, a excepción de la última, “De la nada hacia la nada”, que es casi una pequeña novela.

Sherwood Anderson rompe con la tendencia a los relatos fantásticos más habitual en la narrativa breve estadounidense de su época y desarrolla un estilo nuevo, personal e inconfundible, que pasó a denominarse “slice of life”, o “narración de lo cotidiano”, y que tiene ciertas similitudes con el estilo de algunos escritores modernos como la reciente premio Nobel Alice Munro.

Los cuentos de La chica de Nueva Inglaterra se ambientan en los primeros años del siglo XX, en plena industrialización de los Estados Unidos, y tienen con frecuencia como fondo el contraste entre el mundo rural y el urbano y la emigración del campo a la ciudad. En este aspecto, destaca el magnífico relato que cierra el libro, “De la nada hacia la nada”, en el que una joven que ha emigrado a Chicago vuelve por unos días a su pueblo natal y constata que en ninguno de ambos mundos halla respuesta a sus preguntas e inquietudes personales.

Son frecuentes los personajes femeninos desconcertados, con un impulso sexual sin cauce definido, a veces jóvenes todavía vírgenes o mujeres indecisas ante situaciones nuevas, que buscan en la naturaleza el refugio a sus inquietudes y a los interrogantes y fuegos interiores que las agobian y atenazan. El devenir de los cuentos puede parecer en ocasiones improvisado, pero eso les proporciona mayor verosimilitud y realismo. Un realismo que se basa en lo cotidiano y que alcanza también bellos momentos de lirismo y poesía. Sobre todo, en descripciones de la naturaleza o en metáforas o comparaciones entre esta y el mundo interior de algunos personajes. Sherwood Anderson pretende atravesar la fachada superficial de unos tipos cotidianos para adentrarse en su realidad más profunda, sus mundos interiores y las causas reales de sus miedos y desasosiegos.

Importante es la presencia de la naturaleza y una cierta consciencia de la brutalidad que supone la industrialización del país y del desarraigo que provoca la vida urbana, aunque no faltan algunas muestras del puritanismo nocivo del mundo rural y su efecto pernicioso sobre los jóvenes.

A pesar de haber pasado casi cien años desde que fueron escritos, los relatos de Sherwood Anderson siguen teniendo hoy bastante vigencia y se leen con fruición y deleite.

Carlos Bravo Suárez


domingo, 15 de junio de 2014

TIEMPO DE ERRORES

  
Tiempo de errores. Mohamed Chukri. Cabaret Voltaire. 2014. 288 páginas.

Hace unas semanas escribí en esta misma sección una reseña de El pan a secas –traducida aquí en sus ediciones iniciales como El pan desnudo –, la primera y más conocida de las novelas de Mohamed Chukri (El Rif, 1935 – Rabat, 2003) que, con motivo del décimo aniversario de la muerte del escritor marroquí, la editorial Cabaret Voltaire había reeditado en nuestro país. Decía al final de esa reseña que esa misma editorial había publicado también recientemente Tiempo de errores, la segunda novela de Chukri y continuación de la anterior. 

Antes de su reciente publicación en Cabaret Voltaire, había al menos dos ediciones de “Tiempo de errores” en español: la publicada por Editorial Debate en 1995, y otra, del mismo año, editada en tapa dura por Círculo de lectores. Esta última es la que yo leí por aquel entonces, hace ya casi veinte años. Ahora, tras hacerlo con El pan a secas, he releído también la segunda de las novelas autobiográficas de Mohamed Chukri.

Empezaré diciendo que Tiempo de errores me ha parecido tan buena, si no mejor, que “El pan a secas”, de la que es una continuación autobiográfica cronológica.Tiempo de errores se inicia cuando –a mediados de la década de los cincuenta del pasado siglo XX– Chukry, tras los míseros y violentos años de la infancia y primera juventud, siente la llamada de la cultura y, a los veinte años, decide aprender a leer. Para ello, ingresa y estudia en un internado de Larache y se prepara para ser maestro. Eso no supone, sin embargo, que abandone su desordenada vida nocturna, el abundante consumo de alcohol y la frecuente compañía de las prostitutas. Podría decirse que durante el día estudia o trabaja en la escuela y por la noche se emborracha en los cafés y los prostíbulos de Tánger.

Con su prosa directa y desgarrada y un cierto desorden narrativo, que no es demérito sino todo lo contrario, Chukri convierte Tiempo de errores en una sucesión de estampas urbanas de un crudo realismo. Un fascinante desfile de personajes masculinos y femeninos casi siempre marginados y maltratados por la vida. Aunque todos son interesantes, destaca sobremanera el ciego Mojtar El Hadad, quien –como el propio escritor reconoce– fue el verdadero maestro de Chukri y quien le descubrió la riqueza y entresijos de la lengua árabe. Impresionantes son también las descripciones del manicomio en el que el narrador ingresa al menos en un par de ocasiones y donde conoce a tipos de lo más dispar y extraño. Chukri consigue conjugar admirablemente la descripción de momentos y lugares de gran sordidez con algunos arrebatos intensamente poéticos.

En cualquier caso, como queda claro en este párrafo del libro, el primer aprendizaje literario del autor marroquí no es en absoluto ortodoxo.

“Leo cualquier cosa escrita: libros –prestados o robados– o una hoja impresa tirada en el suelo; la mayoría de las veces están en español. Me obsesiono intentando descifrar los rótulos de las tiendas y de los cafés, que, a veces, copio en una hoja suelta o en mi cuaderno de notas. Casi todos ellos están también en español. Me urge aprender y me aplico a ello con ahínco, incluso en los momentos más difíciles. ¡Rimbaud tenía razón cuando dijo que no era bueno que los pantalones se gastasen en los bancos de la escuela! Tenía razón él, un hombre que escribió y vio la vida.

No estaría mal que Cabaret Voltaire publicara también próximamente Rostros, amores y maldiciones, la novela que cierra la trilogía autobiográfica del gran escritor marroquí.

Carlos Bravo Suárez

jueves, 12 de junio de 2014

DE CASTIGALEU A MONTAÑANA









Voy a describir aquí el tramo más oriental del GR-1 aragonés, el que une las poblaciones ribagorzanas de Castigaleu y Montañana, caminando en dirección al este, hasta llegar prácticamente al límite entre las comunidades de Aragón y Cataluña.

Castigaleu es un pequeño pueblo casi equidistante de Graus y Benabarre. Desde Graus se accede por carretera pasando por Lascuarre; desde Benabarre, se llega por Tolva y Luzás. Su construcción más destacada es la iglesia parroquial de San Martín, de estilo gótico-renacentista. En la parte baja del pueblo, encontramos la coqueta ermita románica de San Miguel.

Nuestra excursión comienza en la plaza de Castigaleu, delante de la iglesia, junto a un panel informativo sobre los senderos de la zona. Por unas escaleras abiertas en un muro, bajamos a la carretera y la atravesamos para seguir un camino que desciende hasta el río Cajigar. Aquí se bifurcan el GR-18 y el GR-1 que vienen juntos desde Luzás. Para seguir el GR-1, debemos cruzar el río que suele llevar poco caudal y se vadea sin problemas. En la otra orilla, el sendero asciende entre paredes de piedras –estas y los bosques de robles serán dos constantes de la excursión– hasta desembocar en una pista que, por la izquierda, se dirige a las casas en ruinas de la antigua aldea de La Menlla. Antes de llegar a ellas, en un punto en que las marcas están algo borradas y puede haber confusión, hay que tomar, a la derecha, otro camino entre muros que asciende hacia un pequeño collado y baja después al barranco de Subirana. Tras cruzarlo, subimos de nuevo hasta un campo de labor que bordearemos por su linde norte, a nuestra izquierda. Enseguida llegaremos a la ermita de San Antonio,  perteneciente ya a Monesma. Fue restaurada en 2005, tiene un amplio porche y se encuentra en un lugar muy acogedor junto a varios robles centenarios.

Desde la ermita, el camino desciende hasta la carretera que va de Castigaleu a Monesma y Cajigar. La atravesamos y seguimos bajando unos metros hasta el barranco de San Antonio, que cruzamos junto a una pequeña cascada. El camino vuelve a subir y, siempre atentos a las marcas, nos lleva en una media hora hasta el núcleo despoblado de Las Badías. Las Badías fue la capital administrativa del disperso municipio de Monesma, un conjunto de pequeñas aldeas diseminadas por un extenso y hoy despoblado territorio. Pascual Madoz, en su famoso Diccionario Geográfico de 1850, cifra en treinta y dos su número de casas en aquel tiempo. Las Badías, además de tres viviendas de vecinos, albergaba el ayuntamiento o concejo, la escuela, la iglesia parroquial del siglo XVIII y el cementerio, hoy todavía en uso. El conjunto de edificios forma una bonita plaza que conserva algunos viejos bancos de piedra, testigos seguramente de animadas tertulias en otros tiempos.

Salimos de Las Badías por la carretera que hasta allí accede desde El Noguero y, de inmediato, a la derecha, tomamos una pista agrícola en cuyo arranque veremos un panel informativo. No tardamos en desviarnos, a nuestra izquierda, por un sendero que diagonalmente asciende por la ladera terrosa del desnudo tozal de Monesma. Al final de la subida, llegamos a El Puyol (1140 m.), aldea de cinco casas, una de las cuales aún permanece habitada. El actual trazado del GR-1 no pasa por el castillo de Monesma, pero su visita nos parece obligada. Desde El Pujol, arranca una pista a la izquierda que en un escaso cuarto de hora nos conduce a sus restos.

En lo alto del tozal, a 1232 metros de altitud, encontramos lo poco que se conserva de lo que fue un recinto amurallado con forma ovalada y orientación norte-sur. De las paredes que rodeaban la fortaleza, posiblemente levantada en el siglo XI, sólo quedan algunas piedras caídas. En el extremo sur del recinto, pueden verse los escasos restos de la torre de vigilancia del castillo. En el extremo norte, queda una parte del ábside románico de la antigua iglesia castrense, que probablemente se integraría en el perímetro de la muralla. El ábside conserva una bonita ventana en su centro. Cerca de los restos de esta vieja iglesia se levanta la ermita de Santa Valdesca, de construcción muy posterior.

Para continuar nuestro recorrido, debemos retornar a El Puyol y desde allí iniciar el descenso hacia un cruce de caminos donde encontramos un pilaret o peirón. Desde aquí tomaremos una pista que cruza entre las sierras de Pallaroa y Chiró. Tras un rato de bajada, llegaremos al antiguo santuario de Nuestra Señora de la Pallaroa, un conjunto de edificios entre los que destaca la iglesia, probablemente del siglo XVII, con un atrio con tres arcos que servía de esconjuradero para la protección de los campos. Junto a la iglesia se conservan la casa del ermitaño y algunas otras dependencias secundarias. La Pallaroa fue sin duda en otros tiempos un importante lugar de paso.

Desde aquí, el camino desciende y bordea por el lado izquierdo un extenso campo de labor. Siguiendo en dirección al este, veremos sobre un cerro la aldea despoblada de La Mora de Montañana. Hasta hace un tiempo el GR-1 pasaba junto a su caserío en ruinas. En la actualidad, el sendero ya no asciende hacia el poblado, una de cuyas casas ha sido restaurada, sino que bordea el cerro sobre el que se levanta. Atentos a las señales rojiblancas, llegaremos a un bonito camino enmarcado por muros de piedras. Encontraremos sucesivos bosques de robles y pasaremos por varias parideras para el ganado. A nuestra izquierda veremos el profundo tajo que abre el barranco de San Juan y muy pronto asomará a lo lejos la magnífica torre de la iglesia románica de Santa María de Baldós.

Después de muchos años de olvido, Montañana es hoy uno de los lugares más conocidos de la comarca de la Ribagorza. Se trata sin duda de un extraordinario conjunto medieval, bien restaurado en fechas recientes y todavía pendiente de nuevas actuaciones. Nuestra excursión entra en el pueblo por la iglesia de Nuestra Señora de Baldós y va descendiendo hasta visitar finalmente la ermita de San Juan, al otro lado del barranco homónimo.

Un detenido paseo por el núcleo medieval de Montañana es un broche de oro para la excursión que acabamos de proponer.

Desde Montañana, el GR-1 continúa unos dos kilómetros hasta Puente o Pont de Montañana, donde cruza la N-230 y pasa a la margen izquierda del río Noguera Ribagorzana. Ya en Cataluña, continúa hacia el congosto de Monrebei, donde un nuevo puente permite el paso al lado aragonés y acceder a las famosas pasarelas que conducen hacia el refugio de Montfalcó.

Datos útiles: Distancia: alrededor de 17 km. Tiempo: unas cinco horas. Desnivel: Castigaleu (841 m.) – Las Badías (1.063 m.) – Castillo de Monesma (1232 m.) – Montañana (550 m.). Itinerario con algunos tramos mal marcados que obligan a extremar la atención.


Carlos Bravo Suárez

Fotos: Las Badías de Monesma, Castigaleu, Castillo de Monesma, Santa María de Baldós de Montañana -desde el sendero GR-1 que viene de Castigaleu y desde la parte baja de Montañana y Ermita de San Juan de Montañana.

(Artículo publicado hoy -12-6-2014- en el suplemento "Aragón, un país de montañas", de Heraldo de Aragón) 

domingo, 8 de junio de 2014

LA ISLA DE BOWEN

  
La isla de Bowen. César Mallorquí. Edebé. 2012. 510 páginas.

No hay demasiada tradición de novelas de aventuras en la literatura española. Entre los grandes clásicos del género no figuran muchos libros escritos originalmente en nuestra lengua. Sin duda, César Mallorquí (Barcelona, 1953) ha disfrutado con la lectura de algunos de esos clásicos, sobre todo con Julio Verne, Arthur Conan Doyle o H. G. Wells, y ha querido rendirles un homenaje en su última novela La isla de Bowen.

César Mallorquí –hijo de José Mallorquí, creador en los años 40 del popular personaje de El Coyote– es un prolífico escritor cuyas obras suelen inscribirse dentro de la literatura para jóvenes. Con La isla de Bowen, Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil en 2013, el autor barcelonés ha escrito una magnífica novela de aventuras, la mejor probablemente de su ya larga carrera literaria.

En el año 1920, el joven fotógrafo Samuel Durango es contratado por el profesor Ulises Zarco, director de la sociedad geográfica SIGMA, como integrante de la expedición del Saint Michel, un barco que se dirige a la isla de Bowen, situada dentro del Círculo Polar Ártico, en busca del aventurero inglés John Faraday, desaparecido en una anterior expedición a la zona. En el Saint Michel, cuyo capitán se llama Gabriel Verne, viajan también la esposa y la hija de Faraday. En las remotas costas noruegas los tripulantes del barco vivirán trepidantes y sorprendentes aventuras, certeramente administradas en el libro con los mejores recursos de las novelas del género.

La isla de Bowen está dirigida especialmente a los jóvenes, pero, como todos los buenos libros, puede ser disfrutada por los lectores de cualquier edad. Los guiños a los clásicos del género son abundantes en una historia que pretende recuperar las esencias de la literatura de aventuras. Desde el nombre del capitán del barco hasta las incorporaciones al relato de personajes reales, como Arthur Conan Doyle o Roadl Admunsen, o  literarios, como Phileas Fogg o el capitán Nemo. Aunque no únicamente, Julio Verne es sin duda el principal modelo literario de La isla de Bowen, que mezcla las aventuras en el mar, la presencia de un antagonista codicioso y perseguidor, el misterio de extrañas civilizaciones y otras culturas, la ciencia-ficción y un par de historias amorosas. Al predominante narrador externo omnisciente en tercera persona se le une ocasionalmente el breve diario personal del joven fotógrafo.

El libro tiene más de quinientas páginas, pero puedo dar fe de que su amenidad y estilo ágil enganchan con fuerza al lector, que queda atrapado por una bien hilvanada y entretenida sucesión de aventuras llenas de intriga y acción. Y, desde luego, si las leyó en su juventud, al lector de cierta edad le llegarán numerosos ecos de algunas de las mejores novelas del gran Julio Verne: La isla misteriosa, Veinte mil leguas de viaje submarino, Viaje al centro de la Tierra, Los hijos del capitán Grant o La vuelta al mundo en ochenta días. Clásicos eternos de la mejor literatura de aventuras.


Carlos Bravo Suárez

domingo, 1 de junio de 2014

EL COMPLOT MONGOL



El complot mongol. Rafael Bernal. Libros del Asteroide. 2013. 249 páginas.

El complot mongol es una espléndida novela negra publicada en México en 1969, considerada por muchos como la obra con la que se inicia verdaderamente en aquel país este género literario hoy tan en boga en todo el mundo. Su autor es Rafael Bernal (Ciudad de México, 1915 - Berna, Suiza, 1972), un hombre polifacético y de gran cultura, que fue diplomático y periodista y adaptó numerosas obras de teatro para la radio y la televisión mejicanas. Como escritor, cultivó todos los géneros y destacó sobre todo como dramaturgo y novelista.

Libros del Asteroide ha rescatado recientemente esta obra apenas conocida en nuestro país, pero que cuenta sin embargo con numerosas ediciones en México, donde incluso se hizo de ella una novela gráfica con dibujos de Ricardo Peláez. Una de esas viñetas sirve de portada a la edición española de Libros del Asteroide, que contiene también un prólogo de Yuri Herrera y un posfacio de Élmer Mendoza.

El complot mongol transcurre en Ciudad de México durante unos pocos días de la década de los sesenta, poco después del asesinato en Dallas de John F. Kennedy. Justamente tras este famoso magnicidio, llegan a los servicios secretos mejicanos algunos rumores que vinculan a China con la preparación de un atentado contra el nuevo presidente estadounidense en su próxima visita al país vecino. Para investigar sobre el asunto es contratado Filiberto García, un detective privado –prototipo de personaje desencantado y antihéroe– que se define a sí mismo como un fabricante de cadáveres, un hombre consciente de ser el encargado de hacer el trabajo sucio de quienes dan las órdenes pero no quieren mancharse directamente las manos de sangre. García, que conoce a fondo el barrio chino de la capital mejicana, deberá trabajar conjuntamente con un agente estadounidense del FBI y otro del KGB soviético para desbaratar una trama que cada vez se va complicando más.

Aunque haya en ella mucha ironía y mucho humor negro relacionado con la presencia de la muerte, El complot mongol es una novela extremadamente triste, con algunos memorables personajes solitarios como el propio García o la joven chino-mejicana Martita. Otro de sus grandes logros es la manera en que está narrada y el uso que se hace en ella del lenguaje coloquial y callejero mejicano. El relato combina de manera magistral, y siempre con Filiberto García como eje narrativo, la presencia del narrador en tercera persona con los monólogos interiores y pensamientos del propio detective. Este utiliza un lenguaje lleno de modismos y giros populares con omnipresencia de la palabra “pinche”, vocablo que, según escribió el recientemente fallecido José Emilio Pacheco en uno de sus últimos artículos, es el más autóctono y reiterado de todos los términos usados actualmente en México.

El complot mongol ha sido para mí un sorprendente descubrimiento literario, que viene a confirmar que no solo se escribe buena novela negra en Estados Unidos o en Escandinavia. También la hay, y desde hace ya bastantes años, en nuestra literatura de habla hispana.

Carlos Bravo Suárez