domingo, 21 de octubre de 2012

JOAQUÍN COSTA, BREVE BIOGRAFÍA DE JUVENTUD (4)


    



La estancia de Joaquín Costa en París durante la Exposición Universal de 1867 estimuló todavía más su deseo de saber. El altoaragonés escribe por aquel tiempo en su diario lo siguiente:

“Soy de 21 años y quisiera saberlo todo. ¡Pero el día es tan corto! Y aún es preciso emplearlo en ganar el sustento. Quisiera estudiar todos los autores de agricultura, estudiar el modo de escribir el español tan certero como Caballero y Oliván, los autores de historia relativa a Egipto, los poemas que me pueden dar alguna luz e indicaciones, etc., etc.”

A esta pasión por saber se añade en Costa, como escribe George Cheyne, una cierta amargura por ser consciente de que ha empezado demasiado tarde y que está condenado a la soledad en su aprendizaje, pero hay una resolución casi feroz de estudiar, resolución del Costa venidero que llegará a dedicar hasta dieciséis horas diarias al trabajo intelectual.

Su enfermedad le afecta cada vez más y necesita ayuda económica para poder realizar sus estudios. Así, al año siguiente de volver de París escribe:

“La parálisis de este brazo derecho me mata también. Si lo tuviera bueno… estaría contento porque no tendría tan triste limitación en el círculo de mis recursos. Tal vez habría yo enviado a paseo a esta gente altanera, presumida e ignorante, si hubiera podido servir de jornalero o artesano”.

Don Hilarión y muchos de su círculo están incluidos sin duda entre esos altaneros, presumidos e ignorantes, pero Costa quiere estudiar como sea y no puede hacer ya trabajos físicos, por lo que necesita que le ayuden económicamente. Consigue que Bescós le preste dinero para ir a Madrid  y allí visita a su tío, el sacerdote don José Salamero, quien le ofrece un puesto de profesor en el Colegio Hispano-Americano de Santa Isabel.

Para Costa esta experiencia en la enseñanza no fue demasiado buena, pero le abrió el camino para hacerse bachiller y empezar luego, en 1870, una carrera universitaria. Dice Cheyne que a Costa no le desagradaba enseñar sino que lo que le disgustaba enormemente era que, mientras él con gran sacrificio se preparaba a fondo para sus estudios, veía a los niños ricos y mimados desaprovechando las oportunidades que él no había tenido. Así lo explica en su diario:

“Si los alumnos supieran cuánto hondo penetran sus majaderías y malos instintos, si ellos supieran que se están preparando a escalar las alturas del presupuesto, mientras uno está trabajando por el hambre y caminando hacia la miseria…Ayer hice la guardia ¡Cuánto sufrí! Lo digo de verdad…sería preferible volverse salvaje en las tribus africanas que vivir de tal manera…El mejor día cometeré, sin poderlo remediar, una imprudencia: saldré del colegio emprendiendo a bofetadas a algún alumno…”

Tampoco su situación en el colegio era económicamente demasiado buena. Escribe que tiene “pocos honorarios y muchas obligaciones”. Aprovechó sin embargo su preparación de las clases y el estar un curso completo en el citado colegio madrileño para lograr el título de Bachiller y después el de maestro. Para ello necesitaba pasar un examen que debió realizar en Huesca, a donde tuvo que desplazarse. Aprueba sin dificultad y logra el título de Bachiller que le permitirá continuar estudios en la universidad. Pero el problema sigue siendo, además de su enfermedad, su permanente y para él humillante carencia de medios económicos.

Por fin consigue que le presten un poco de dinero para volver a Madrid, pero allí ya no encuentra ningún trabajo. Su situación es desesperada e incluso piensa en el suicidio. Llega a escribir a un monasterio benedictino francés rogando que acepten su ingreso en él para dedicarse al estudio, pero la respuesta es negativa. El joven desea estudiar a todo trato. “Si no he de estudiar, no quiero vivir” escribe en su diario.

Cheyne hace este interesante retrato del joven Costa que llega a Madrid con poco más de veinte años:

“Costa ni fumaba ni bebía, ni iba a los bailes, ni jugaba a las cartas, porque tales distracciones le hubieran quitado el dinero necesario para los libros y el tiempo que le hacía falta para cultivarse. Es igualmente cierto que su resolución era inflexible y eso le convertía en estoico, salvaje y algo antisocial. El sentimiento de la pobreza de sus padres y, por tanto, de la suya, le dio una visión tal de la sociedad que le privó de participar y disfrutar incluso de convenciones más sanas, haciendo de él un solitario que únicamente hallaba placer en los libros. No cabe duda tampoco de que el genio –o el mal genio– de Costa no mejoró con la humillación constante de tener que pedir dinero prestado, ni con una enfermedad cada vez más dolorosa, y ese mal genio estallaba con cierta facilidad.”

Los años pasados en la Universidad no difieren mucho de los anteriores, salvo en que Costa se vuelca en el estudio y en prácticamente cuatro años logra las licenciaturas de Derecho y Filosofía y Letras. Esta última carrera incluía entonces casi todas las disciplinas humanísticas y, junto a sus continuas y abundantes lecturas, le  proporciona una amplia cultura que se añade a su gran conocimiento del derecho y de las leyes. Lo que logró Costa en cuatro años y sin ninguna clase de recomendaciones es impresionante y es consecuencia sin duda de su gran capacidad y su prodigiosa memoria, pero también, y sobre todo, de su total aplicación al estudio y de su tesón inquebrantable, que no permitía que nada le apartara del camino escogido.

Sin embargo, los tres factores que le acompañaron casi toda su vida  –la soledad, la pobreza y la enfermedad–  tampoco lo abandonan en su época de universitario. Están por el contrario más presentes que nunca. En sus Diarios explica episodios que reflejan la absoluta pobreza de aquellos días. Cheyne resume algunas de estas penurias:  “Allí se le ve haciendo una visita importante con pantalones descoloridos y remendados porque no tiene otros, se le ve poseedor de dos botas en buen estado, pero para el mismo pie y teniendo que poner una en remojo por la noche para poder ponérsela en el otro pie al día siguiente, se le ve en el crudo invierno madrileño, sin calcetines, sin zapatos, sin ropa de lana ni brasero, metiéndose en la cama por la tarde para escapar del frío, se le ve sin medios para pagar una copia del certificado del bachiller, y más tarde no podrá sacar los diplomas del doctorado porque no puede pagarlos.”

Carlos Bravo Suárez

Artículo publicado hoy en el suplemento Domingo del Diario del Alto Aragón

Imágenes: el sacerdote grausino José Salamero, tío de Costa, y dos imágenes de Madrid a finales del siglo XIX: la Puerta del Sol y una manifestación en la calle de Alcalá.

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